El frío cielo nocturno cubría ya el pueblo con su oscuro
manto cuando salí de mi casa a hurtadillas aquella noche. Debían de ser por lo
menos las dos de la madrugada y mi padre me había prohibido terminantemente
salir de la casa más tarde de las ocho. Claro que también me había prohibido
internarme en el misterioso e inexplorado bosque del Norte, aquél que se
extendía más allá de las afueras del pueblo. Y allí era precisamente adónde me
dirigía esa fría noche de invierno.
Todavía hoy no sé muy bien por qué fui tan estúpida para
salir sola de casa a esas horas intempestivas, sin saber qué clase de criaturas
podrían estar aguardándome en el bosque. Ahora, con la cabeza fría y analizando
detenidamente los sucesos acaecidos aquella noche, me doy cuenta de que actué
de una forma muy imprudente, pero en aquellos momentos no pensaba con claridad.
La ira había nublado mi juicio. La sangre me hervía en las venas. El corazón latía
desbocado contra mi pecho. Mis pies parecían moverse siguiendo un instinto
primitivo e irracional, como si alguien los estuviese invocando desde algún
lejano lugar con el canto de una sirena.
Mi padre no se había portado bien conmigo. Siempre había
sido un hombre severo y autoritario. Estaba segura de que quería más que a su
propia vida, pero sabía disimularlo muy bien. Su máxima prioridad en la vida
era rescatar a la familia de la ruina a la que su hermano mayor la había
llevado, y para conseguirlo, la vía más rápida y eficaz era que yo me casara
con un rico comerciante que vivía en el pueblo.
En un principio, mi madre se negó en rotundo, pues no podía
permitir que su hija se casara con un simple comerciante que había conseguido
su fortuna trabajando con sus propias manos. Ese hombre era indigno de mí. Yo
merecía algo más, un hombre de mi misma clase social, cuya riqueza residiera en
la propiedad de tierras y el prestigio social que confiere la posesión de
títulos nobiliarios. No obstante, no tardó mucho en darse cuenta de que si no
dejaba a un lado sus absurdos prejuicios y sus aires de grandeza, la familia
quedaría absolutamente arruinada.
La fecha de la boda se fijó para principios del verano
siguiente. Mi padre, viendo la necesidad que estaba padeciendo la familia trató
de adelantar las nupcias, mas mi prometido se negó.
“Pero, señor, ¿qué prisa tiene usted? Si adelantamos la
boda, su hija no podrá tener la ceremonia que se merece. Es mejor no
precipitarse y hacer una boda por todo lo alto, ¿no le parece?”.
Mi padre, para que mi prometido no sospechara que éramos
más pobres que las ratas, decidió no insistir más. Aunque en mi opinión, a
aquel desgraciado no le interesaba lo más mínimo si teníamos dinero o no. Sólo
le interesaba el título y el buen nombre de mi familia. Pero a mi padre todo le
daba igual. Sólo tendría que soportar un poco más aquella precaria situación y
por fin podría vivir sin estrecheces, tal y como un hombre de su alcurnia
merecía.
El título de conde le venía demasiado grande, cualquiera
que lo conociera podía darse cuenta de eso. Incluso para mí, que por aquel
entonces no era más que una jovencita de diecisiete años, resultaba evidente
que mi padre no servía para eso. No servía para sacar adelante a una familia;
no tenía madera de cortesano. No era capaz limpiar el buen nombre de su
familia, que su hermano había ensuciado vilmente años atrás, antes de morir en
los brazos de alguna prostituta sifilítica, borracho y sin recordar ni siquiera
cómo se llamaba.
Su hermano, y no él, era quien debería haber ostentado el
título de conde. Así lo decretaban las leyes, pues había sido el primogénito. Mi
padre podría haber hecho carrera eclesiástica, que era lo que realmente le satisfacía.
Habría ido infinitamente más feliz con una vida de meditación, consagrado a su
Dios, sin la molesta obligación de mantener y velar por los intereses de una
familia.
— Te casarás con él a principios del varano que viene — me
había informado con su voz fría, carente de emoción, y con ese tono que siempre
utilizaba con la criada cuando consideraba que su café no estaba lo
suficientemente caliente. Sin un penique en su bolsillo, y se preocupaba por un
estúpido café.
— Pero padre — había replicado yo, con la actitud sumisa y
cariñosa que siempre utilizaba con él —, no conozco de nada a ese hombre.
— No necesitas conocerlo para casarte con él, Victoria.
Basta con que yo dé mi consentimiento — me respondió él, sin levantar la vista
del periódico.
— Pero, padre…
— ¡No hay más que hablar! — me interrumpió furioso — Y
ahora márchate. Tengo mucho trabajo que hacer.
Me levanté de la silla en la que había estado sentada todo
el tiempo que había durado nuestra “conversación” y salí de la habitación,
reprimiendo las lágrimas que pugnaban por salir de mis ojos. “Las señoritas no
lloran”, solía decirme mi madre. Y ella mejor que nadie debía saberlo, pues era
una experta en ocultar sus sentimientos. Tenía años de práctica en el dudoso
arte de las apariencias.
Me retiré a mis habitaciones con pasos lentos y elegantes,
a pesar de lo que realmente deseaba era echar a correr y dar un fuerte portazo.
Ésa tampoco habría sido la conducta que se espera de una señorita. Abrí la
puerta de mis aposentos y la cerré suavemente, permitiendo ya que las lágrimas
se derramaran por fin de mis ojos.
Mi padre me había vendido a un hombre al que no había visto
en mi vida, como si fuera una vulgar mercancía al mejor postor. Me repetía a mí
misma que era por el bien de mi familia, que era un sacrificio justificado y que
si mi padre me había comprometido con él era porque estaba seguro de que iba a
ser un buen marido.
Sin embargo, me era imposible no odiar a mi padre con todo
mi ser por haberme impuesto un marido sin haber pedido mi parecer al respecto,
de la misma forma que él odiaba a su hermano haberle impuesto aquella vida de
amargura e infelicidad.
Aquella noche me fue imposible conciliar el sueño, por eso
decidí escapar por la ventana de mi habitación procurando no hacer ruido. Tenía
demasiadas cosas en mi cabeza y necesitaba respirar aire puro. Necesitaba
aclarar las ideas y ver las cosas desde otra perspectiva, aunque jamás imaginé
que ésta no iba a ser tan serena y racional como yo imaginaba.
Estaba tan ensimismada en mis propios pensamientos y
compadeciéndome de mí misma que no lo vi venir, hasta que ya fue demasiado
tarde. Me había internado en el bosque del Norte, el bosque prohibido. No sabía
por qué, pero desde bien pequeña me habían prohibido que me acercara siquiera a
sus alrededores. Pero aquel día estaba demasiado molesta con el mundo como para
hacer caso de las prohibiciones de quien me había amargado la vida. De modo que
seguí avanzando, mezclándome entre la frondosa maleza de aquel interminable
bosque.
En aquellos momentos me hallaba en una especie de trance.
No era consciente de nada, excepto de la noche cerniéndose sobre mí y la lluvia
que estaba empezando a caer suavemente. En un momento dado, mis pies se
detuvieron, con la misma rapidez y determinación con la que, sin explicación
alguna, habían comenzado a caminar en la entrada del bosque.
— Buenas noches, Victoria — me saludó una dulce voz de
tenor a mi espalda. Todavía hoy no sé por qué, me di la vuelta para hacerle
frente al dueño de aquella voz.
El hombre que tenía ante mí poseía una belleza genuina e
inusitada. Su altura era considerable,
aunque tampoco se le podía considerar un gigante. El cabello castaño y rizado
caía en cascada por su ancha espalda, confiriéndole un aire salvaje e indómito.
Sus ojos eran grandes y verdes como esmeraldas y su piel pálida recordaba a la
de un hermoso fantasma. Ostentaba una belleza tan impactante e irreal que
quitaba el aliento. Tuve que obligarme a mí misma a respirar.
— ¿Cómo sabe usted mi nombre? — pregunté titubeante.
El extraño soltó una carcajada antes de echar a andar con
pasos lentos hacia mí.
— Yo conozco el nombre de todo el mundo, pequeña — replicó
con una enorme sonrisa que dejó al descubierto sus blancos dientes. Tragué
saliva con dificultad. ¿Qué hacía un hombre como él a esas horas en un bosque
abandonado?
— ¿Se ha perdido? — inquirí desconcertada, pues ésa era la
única explicación coherente que se me ocurrió en aquellos momentos.
— No.
Instintivamente, retrocedí unos pasos para no estar tan
cerca de aquel extraño. No obstante, él pareció percatarse de mis intenciones y
me agarró con firmeza del brazo, sin demasiado esfuerzo por su parte. El
contacto de su mano sobre mi piel ardía como un hierro candente.
— Señor, ¿qué cree que está haciendo? — le reproche,
dotando a mi voz de un tono de ultraje y ofensa, al tiempo que trataba de
zafarme de su agarre. El desconocido esbozó una sonrisa amenazante y replicó:
— No os preocupéis, condesa, seré muy rápido y casi no
notaréis el dolor.
Aquella amenaza me dejó paralizada de terror. Ese
desgraciado pensaba violarme. Y yo estaba sola en ese maldito bosque, sin nadie
que pudiera protegerme.
— Suélteme o grito — le amenacé, a pesar de que no había
nadie cercano que pudiera escuchar mi llamada de socorro.
Aquel desgraciado ensanchó su sonrisa e intensificó la
presión que estaba ejerciendo sobre mi brazo.
— Por supuesto que vais a gritar, condesa — respondió,
antes de tirarme al suelo sin muchos miramientos, como si yo fuera la criatura
más repugnante que hubiese visto en su vida. Me eché a temblar y comencé a
gritar con fuerza. Él se echó a reír, una risa malévola y fantasmagórica que me
heló la sangre en las venas.
— Aquí nadie puede oírla, condesa.
— ¿Cómo sabe mi nombre? ¡¿Cómo sabe que soy condesa?!
No respondió. Se inclinó sobre mí y me arrancó con furia el
pañuelo que llevaba anudado a mi cuello. Me contempló durante unos segundos con
ojos hambrientos, como si estuviera muerto de hambre y yo fuera el más suculento
de los manjares. “Ay Dios”, caí en la cuenta. “Este desgraciado no es humano”.
Y pensar que aquél fue el único pensamiento racional que tuve aquella noche…
Claro que no pude pensar mucho más. Aquel monstruo acercó
sus labios a mi garganta, aferrándome con fuerza contra su cuerpo mientras la
lluvia seguía cayendo con fuerza sobre nosotros. Sentí un dolor agudo y
punzante en el cuello, antes de que aquella extraña criatura comenzara a
succionar la herida abierta. Entonces vino a mi mente una palabra, enterrada
años atrás en lo más profundo de mi memoria, cuando dejé de creer en las
historias de fantasmas: vampiro. Ese
hombre no podía ser otra cosa que una criatura de la noche sedienta de sangre.
No tardó en dejarme casi seca. No cabía duda de que estaba
muy hambriento. Y solo. Llevaba años alimentándose únicamente de la sangre de
los animales que habitaban en el bosque, sin poder hablar con nadie más, porque
nadie con dos dedos de frente se atrevía a internarse en aquel recóndito paraje.
No le quedaba otra opción más que convertirme en su igual.
Se abrió una herida sangrante en la muñeca para después
obligarme a beber de ella. Era como beber la misma vida. Era saborear la misma
muerte. Me aferré a su muñeca con urgencia y bebí de él hasta quedar saciada.
Desde aquella oscura noche soy como él y vagamos juntos por
el bosque a la espera de que algún incauto mortal se decida a adentrarse en las
profundidades de nuestras tierras. Han pasado cien años y vivo atada a una
criatura condenada que me desprecia; obligada a alimentarme de la sangre de
algunos ciervos que se dejan cazar. Aunque por lo menos, no tuve que casarme
con aquel maldito comerciante.
oooooh!!!! me a encantado se que es un relato corto pero tal vez podrias hacer un relato largo jaja la verdad esque me has dejado con ganas demas
ResponderEliminarO.O!
ResponderEliminarMe encantó!
¿Harás segunda parte? xDD
Por cierto el libro de "la casa de los espíritus" es un libro muy bueno, lo leí hace muy poco:)
besoos
PD:respecto a mi historia, no te preocupes, si al final me comentas.. xD Es que últimamente, solo tengo 2 o 3 comentarios por entrada, y empiezo a questionarme si a la gente le gusta mi historia. Pero en fin, si a ti y a algunas mas os gusta, seguiré como siempre ;)
¡Yo también me he quedado con ganas de más! ¿cómo puedes escribir tan bien? *.*
ResponderEliminarSorprendente salida para esta chiquilla. Al menos ya no tendrá que casarse aunque un matrimonio de conveniencia tiene sus ventajas y más siendo inmortal.
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