Guy de Maupassant, "Le Horle"

"¿Has pensado que sólo ves la cienmilésima parte de lo que existe? Considera, por ejemplo, el viento, que es la más grande de las fuerzas de la naturaleza. Derriba a los hombres, destruye casas, arranca los árboles de raíz, agita los mares formando olas gigantescas que azotan los acantilados y lanza los barcos contra los peñascos. El viento silba, ruge, brama, incluso mata a veces. ¿Lo has visto? Sin embargo, existe" (Guy de Maupassant, "Le Horle")

miércoles, 5 de enero de 2011

El bosque de las sombras.

Aquí os dejo con un relato corto que acabo de escribir. En breve subiré algún capítulo (probablemente de "Pacto de sangre"). Estos días es que he estado muy ocupada leyendo "La casa de los espíritus" de Isabel Allende (que recomiendo a todo el mundo) y esto me ha absorbido tanto que no he podido escribir. Un beos y aunque tarde ¡Feliz año a tod@s! ¡Un beso!, Athenea.



El frío cielo nocturno cubría ya el pueblo con su oscuro manto cuando salí de mi casa a hurtadillas aquella noche. Debían de ser por lo menos las dos de la madrugada y mi padre me había prohibido terminantemente salir de la casa más tarde de las ocho. Claro que también me había prohibido internarme en el misterioso e inexplorado bosque del Norte, aquél que se extendía más allá de las afueras del pueblo. Y allí era precisamente adónde me dirigía esa fría noche de invierno.
           
Todavía hoy no sé muy bien por qué fui tan estúpida para salir sola de casa a esas horas intempestivas, sin saber qué clase de criaturas podrían estar aguardándome en el bosque. Ahora, con la cabeza fría y analizando detenidamente los sucesos acaecidos aquella noche, me doy cuenta de que actué de una forma muy imprudente, pero en aquellos momentos no pensaba con claridad. La ira había nublado mi juicio. La sangre me hervía en las venas. El corazón latía desbocado contra mi pecho. Mis pies parecían moverse siguiendo un instinto primitivo e irracional, como si alguien los estuviese invocando desde algún lejano lugar con el canto de una sirena.
           
Mi padre no se había portado bien conmigo. Siempre había sido un hombre severo y autoritario. Estaba segura de que quería más que a su propia vida, pero sabía disimularlo muy bien. Su máxima prioridad en la vida era rescatar a la familia de la ruina a la que su hermano mayor la había llevado, y para conseguirlo, la vía más rápida y eficaz era que yo me casara con un rico comerciante que vivía en el pueblo.
           
En un principio, mi madre se negó en rotundo, pues no podía permitir que su hija se casara con un simple comerciante que había conseguido su fortuna trabajando con sus propias manos. Ese hombre era indigno de mí. Yo merecía algo más, un hombre de mi misma clase social, cuya riqueza residiera en la propiedad de tierras y el prestigio social que confiere la posesión de títulos nobiliarios. No obstante, no tardó mucho en darse cuenta de que si no dejaba a un lado sus absurdos prejuicios y sus aires de grandeza, la familia quedaría absolutamente arruinada.
           
La fecha de la boda se fijó para principios del verano siguiente. Mi padre, viendo la necesidad que estaba padeciendo la familia trató de adelantar las nupcias, mas mi prometido se negó.
           
“Pero, señor, ¿qué prisa tiene usted? Si adelantamos la boda, su hija no podrá tener la ceremonia que se merece. Es mejor no precipitarse y hacer una boda por todo lo alto, ¿no le parece?”.  
           
Mi padre, para que mi prometido no sospechara que éramos más pobres que las ratas, decidió no insistir más. Aunque en mi opinión, a aquel desgraciado no le interesaba lo más mínimo si teníamos dinero o no. Sólo le interesaba el título y el buen nombre de mi familia. Pero a mi padre todo le daba igual. Sólo tendría que soportar un poco más aquella precaria situación y por fin podría vivir sin estrecheces, tal y como un hombre de su alcurnia merecía.
           
El título de conde le venía demasiado grande, cualquiera que lo conociera podía darse cuenta de eso. Incluso para mí, que por aquel entonces no era más que una jovencita de diecisiete años, resultaba evidente que mi padre no servía para eso. No servía para sacar adelante a una familia; no tenía madera de cortesano. No era capaz limpiar el buen nombre de su familia, que su hermano había ensuciado vilmente años atrás, antes de morir en los brazos de alguna prostituta sifilítica, borracho y sin recordar ni siquiera cómo se llamaba.
           
Su hermano, y no él, era quien debería haber ostentado el título de conde. Así lo decretaban las leyes, pues había sido el primogénito. Mi padre podría haber hecho carrera eclesiástica, que era lo que realmente le satisfacía. Habría ido infinitamente más feliz con una vida de meditación, consagrado a su Dios, sin la molesta obligación de mantener y velar por los intereses de una familia.
           
— Te casarás con él a principios del varano que viene — me había informado con su voz fría, carente de emoción, y con ese tono que siempre utilizaba con la criada cuando consideraba que su café no estaba lo suficientemente caliente. Sin un penique en su bolsillo, y se preocupaba por un estúpido café.
           
— Pero padre — había replicado yo, con la actitud sumisa y cariñosa que siempre utilizaba con él —, no conozco de nada a ese hombre.
           
— No necesitas conocerlo para casarte con él, Victoria. Basta con que yo dé mi consentimiento — me respondió él, sin levantar la vista del periódico.
           
— Pero, padre…
           
— ¡No hay más que hablar! — me interrumpió furioso — Y ahora márchate. Tengo mucho trabajo que hacer.
           
Me levanté de la silla en la que había estado sentada todo el tiempo que había durado nuestra “conversación” y salí de la habitación, reprimiendo las lágrimas que pugnaban por salir de mis ojos. “Las señoritas no lloran”, solía decirme mi madre. Y ella mejor que nadie debía saberlo, pues era una experta en ocultar sus sentimientos. Tenía años de práctica en el dudoso arte de las apariencias.
           
Me retiré a mis habitaciones con pasos lentos y elegantes, a pesar de lo que realmente deseaba era echar a correr y dar un fuerte portazo. Ésa tampoco habría sido la conducta que se espera de una señorita. Abrí la puerta de mis aposentos y la cerré suavemente, permitiendo ya que las lágrimas se derramaran por fin de mis ojos.
           
Mi padre me había vendido a un hombre al que no había visto en mi vida, como si fuera una vulgar mercancía al mejor postor. Me repetía a mí misma que era por el bien de mi familia, que era un sacrificio justificado y que si mi padre me había comprometido con él era porque estaba seguro de que iba a ser un buen marido.
           
Sin embargo, me era imposible no odiar a mi padre con todo mi ser por haberme impuesto un marido sin haber pedido mi parecer al respecto, de la misma forma que él odiaba a su hermano haberle impuesto aquella vida de amargura e infelicidad.
           
Aquella noche me fue imposible conciliar el sueño, por eso decidí escapar por la ventana de mi habitación procurando no hacer ruido. Tenía demasiadas cosas en mi cabeza y necesitaba respirar aire puro. Necesitaba aclarar las ideas y ver las cosas desde otra perspectiva, aunque jamás imaginé que ésta no iba a ser tan serena y racional como yo imaginaba.
           
Estaba tan ensimismada en mis propios pensamientos y compadeciéndome de mí misma que no lo vi venir, hasta que ya fue demasiado tarde. Me había internado en el bosque del Norte, el bosque prohibido. No sabía por qué, pero desde bien pequeña me habían prohibido que me acercara siquiera a sus alrededores. Pero aquel día estaba demasiado molesta con el mundo como para hacer caso de las prohibiciones de quien me había amargado la vida. De modo que seguí avanzando, mezclándome entre la frondosa maleza de aquel interminable bosque.
           
En aquellos momentos me hallaba en una especie de trance. No era consciente de nada, excepto de la noche cerniéndose sobre mí y la lluvia que estaba empezando a caer suavemente. En un momento dado, mis pies se detuvieron, con la misma rapidez y determinación con la que, sin explicación alguna, habían comenzado a caminar en la entrada del bosque.
           
— Buenas noches, Victoria — me saludó una dulce voz de tenor a mi espalda. Todavía hoy no sé por qué, me di la vuelta para hacerle frente al dueño de aquella voz.
           
El hombre que tenía ante mí poseía una belleza genuina e inusitada.  Su altura era considerable, aunque tampoco se le podía considerar un gigante. El cabello castaño y rizado caía en cascada por su ancha espalda, confiriéndole un aire salvaje e indómito. Sus ojos eran grandes y verdes como esmeraldas y su piel pálida recordaba a la de un hermoso fantasma. Ostentaba una belleza tan impactante e irreal que quitaba el aliento. Tuve que obligarme a mí misma a respirar.
           
— ¿Cómo sabe usted mi nombre? — pregunté titubeante.
           
El extraño soltó una carcajada antes de echar a andar con pasos lentos hacia mí.
           
— Yo conozco el nombre de todo el mundo, pequeña — replicó con una enorme sonrisa que dejó al descubierto sus blancos dientes. Tragué saliva con dificultad. ¿Qué hacía un hombre como él a esas horas en un bosque abandonado?
           
— ¿Se ha perdido? — inquirí desconcertada, pues ésa era la única explicación coherente que se me ocurrió en aquellos momentos.
           
— No.
           
Instintivamente, retrocedí unos pasos para no estar tan cerca de aquel extraño. No obstante, él pareció percatarse de mis intenciones y me agarró con firmeza del brazo, sin demasiado esfuerzo por su parte. El contacto de su mano sobre mi piel ardía como un hierro candente.
           
— Señor, ¿qué cree que está haciendo? — le reproche, dotando a mi voz de un tono de ultraje y ofensa, al tiempo que trataba de zafarme de su agarre. El desconocido esbozó una sonrisa amenazante y replicó:

— No os preocupéis, condesa, seré muy rápido y casi no notaréis el dolor.
           
Aquella amenaza me dejó paralizada de terror. Ese desgraciado pensaba violarme. Y yo estaba sola en ese maldito bosque, sin nadie que pudiera protegerme.
           
— Suélteme o grito — le amenacé, a pesar de que no había nadie cercano que pudiera escuchar mi llamada de socorro.
           
Aquel desgraciado ensanchó su sonrisa e intensificó la presión que estaba ejerciendo sobre mi brazo.
           
— Por supuesto que vais a gritar, condesa — respondió, antes de tirarme al suelo sin muchos miramientos, como si yo fuera la criatura más repugnante que hubiese visto en su vida. Me eché a temblar y comencé a gritar con fuerza. Él se echó a reír, una risa malévola y fantasmagórica que me heló la sangre en las venas.
           
— Aquí nadie puede oírla, condesa.
           
— ¿Cómo sabe mi nombre? ¡¿Cómo sabe que soy condesa?!
           
No respondió. Se inclinó sobre mí y me arrancó con furia el pañuelo que llevaba anudado a mi cuello. Me contempló durante unos segundos con ojos hambrientos, como si estuviera muerto de hambre y yo fuera el más suculento de los manjares. “Ay Dios”, caí en la cuenta. “Este desgraciado no es humano”. Y pensar que aquél fue el único pensamiento racional que tuve aquella noche…
           
Claro que no pude pensar mucho más. Aquel monstruo acercó sus labios a mi garganta, aferrándome con fuerza contra su cuerpo mientras la lluvia seguía cayendo con fuerza sobre nosotros. Sentí un dolor agudo y punzante en el cuello, antes de que aquella extraña criatura comenzara a succionar la herida abierta. Entonces vino a mi mente una palabra, enterrada años atrás en lo más profundo de mi memoria, cuando dejé de creer en las historias de fantasmas: vampiro. Ese hombre no podía ser otra cosa que una criatura de la noche sedienta de sangre.
           
No tardó en dejarme casi seca. No cabía duda de que estaba muy hambriento. Y solo. Llevaba años alimentándose únicamente de la sangre de los animales que habitaban en el bosque, sin poder hablar con nadie más, porque nadie con dos dedos de frente se atrevía a internarse en aquel recóndito paraje. No le quedaba otra opción más que convertirme en su igual.
           
Se abrió una herida sangrante en la muñeca para después obligarme a beber de ella. Era como beber la misma vida. Era saborear la misma muerte. Me aferré a su muñeca con urgencia y bebí de él hasta quedar saciada.
           
Desde aquella oscura noche soy como él y vagamos juntos por el bosque a la espera de que algún incauto mortal se decida a adentrarse en las profundidades de nuestras tierras. Han pasado cien años y vivo atada a una criatura condenada que me desprecia; obligada a alimentarme de la sangre de algunos ciervos que se dejan cazar. Aunque por lo menos, no tuve que casarme con aquel maldito comerciante.

4 comentarios:

  1. oooooh!!!! me a encantado se que es un relato corto pero tal vez podrias hacer un relato largo jaja la verdad esque me has dejado con ganas demas

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  2. O.O!
    Me encantó!
    ¿Harás segunda parte? xDD
    Por cierto el libro de "la casa de los espíritus" es un libro muy bueno, lo leí hace muy poco:)
    besoos

    PD:respecto a mi historia, no te preocupes, si al final me comentas.. xD Es que últimamente, solo tengo 2 o 3 comentarios por entrada, y empiezo a questionarme si a la gente le gusta mi historia. Pero en fin, si a ti y a algunas mas os gusta, seguiré como siempre ;)

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  3. ¡Yo también me he quedado con ganas de más! ¿cómo puedes escribir tan bien? *.*

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  4. Sorprendente salida para esta chiquilla. Al menos ya no tendrá que casarse aunque un matrimonio de conveniencia tiene sus ventajas y más siendo inmortal.

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