Buenas noches a tod@s. Hace más de una semana que estoy con este relato pero por fin he conseguido acabarlo. Debo advertiros de varias cosas antes de que lo leáis. Primero, es bastante más largo de lo que suelo escribir normalmente, así que tomároslo con calma. Segundo, este relato es bastante complejo a nivel de forma, que no de contenido (aunque también). Es un relato experimental, en el que quería tratar de "imitar" (aunque es imposible imitarla, pues no le llego ni a la suela de los zapatos) a la gran autora inglesa Virginia Woolf. Es decir, que en este relato hay mucho monólogo interior, mucho stream of consciousness, mucho flash back y mucha introspección. Asimismo, me gustaría hacer una mención especial de un lugar que últimamente me inspira mucho: la pastelería La casa de los dulces, donde he escrito parte de este relato, que se encuentra cerca de la Plaza de la Virgen de Valencia. Si alguna vez pasáis por la zona, no dudéis en visitarla y probar las milhojas, los cruasanes de chocolate y los pasteles de manzana, que están de muerte (el principio del relato está ambientado también en esta pastelería). Y bien, después de esta publicidad subliminal, os dejo con el relato. Espero que lo disfrutéis, aunque ya os aviso de que es bastante raro. ¡Un beso!
Este relato está dedicado a mis amigas Patricia y Anna. Chicas, sin vosotras no habría acabado este relato. Gracias por vuestros sabios consejos.
"'Las pasiones violentas tienen finales violentos y tienen en su triunfo su propia muerte. Como fuego y pólvora, que al besarse... se consumen".
William Shakespeare
Su
mirada permanecía fija en la figura, escuálida y diminuta, que se encontraba
despachando pasteles y sirviendo cafés tras la barra de uno de los locales más
famosos de la capital del Turia. Se colocó el arma sigilosamente en el bolsillo
trasero de los pantalones, sin apartar los ojos ni un segundo del que, desde
hacía ya varios meses, había sido su escurridizo objetivo. Apoyó las manos
contra el frío muro de piedra, sintiendo como la ira hacía hervir la sangre en
sus venas. La traición había quedado grabada a fuego en su piel de marfil, si
bien ella no tenía ninguna obligación para con él, dada la forma tan peculiar
en que había irrumpido en su vida, poniéndola literalmente patas arriba, tan
sólo unos meses atrás.
La manecilla pequeña de su reloj de diseño se posó sobre
el seis. Las seis en punto. La muchacha desapareció tras la puerta que conducía
al obrador para reaparecer, sólo unos segundos más tarde, vestida de calle y
con la larga cabellera azabache recogida en un moño alto. Su turno había tocado
a su fin y ahora se iría en busca del descapotable rojo que tenía aparcado en
zona azul, a sólo unas manzanas de allí. El “vigilante” se puso en movimiento
en cuanto la muchacha abandonó la pastelería y comenzó a seguirla a una
distancia prudencial, sin perderla de vista ni una fracción de segundo.
Llevaba en esa ciudad algo más de una semana, pero seguía
sin acostumbrarse al calor sofocante que lo golpeaba con fuerza las
veinticuatro horas del día, infatigable, implacable. La muchacha giró ahora
hacia la derecha y siguió todo recto, en dirección a las facultades. Le
resultaba curioso que, conociéndola desde hacía ya varios meses, no supiera qué
carrera estaba estudiando. No se le había ocurrido preguntárselo. Su vida personal
no le había parecido relevante durante la intensa semana que pasaron juntos en el sur del país
vecino. Ahora, sin embargo, le resultaba antinatural sentirla tan cercana a él
y, al mismo tiempo, tan misteriosa, tan indefinida, como una sombra vaga que,
cuando crees haberla atrapado con las manos, se te escurre inexorablemente de
entre los dedos.
La muchacha se saltó un semáforo en rojo y echó a andar a
paso vivo, como si hubiera descubierto que alguien
la estaba siguiendo y quisiera darle esquinazo. El “vigilante” apretó el paso,
apartando a codazos a quienes se cruzaban en su camino, mas refrenaba sus
ansias de echar a correr tras ella para no descubrirse tan pronto. La imagen de
la mañana en que se conocieron se formó vívidamente en su mente. Recordaba que
la había obligado a suturar la herida de su compañero moribundo a punta de
pistola. Rememoraba el estoicismo que la había dominado mientras se concentraba
en coser la herida, a pesar de que el cañón de la pistola descansaba en su
sien, y de que su amiga se retorcía, histérica, en la otra punta de la diminuta
habitación.
“No soy cirujana”, le había dicho cuando él le ordenó que
salvara a su compañero. “No tengo ni idea de suturar. La herida se le podría
infectar y…”
“Tú harás lo que yo te diga”, le había respondido él,
encañonándola con el arma. “¿O es que acaso se te olvida quién tiene la
pistola?”
Ella lo había mirado directamente a los ojos, retándolo,
sin un ápice de miedo en ellos. Sus músculos se habían vuelto rígidos y su
pulso era firme. Había que reconocer que la muchacha los tenía bien puestos.
Giró nuevamente a la derecha y siguió todo recto. Había cometido un error de cálculo.
La muchacha no había aparcado en la zona azul, sino frente a la Facultad de
Historia. El “vigilante” frenó en seco, al tiempo que se ponía la capucha para
ocultar su rostro en la medida de lo posible. Había estado a punto de
descubrirlo. Claro que ésa era la menor de sus preocupaciones. El problema de
verdad radicaba en cómo iba a seguirla hasta su casa si tenía la moto aparcada
en la puñetera zona azul, a unas cuatro manzanas de allí.
Consideró todas las opciones posibles y, dado que tenía
que actuar deprisa, antes de que su presa volviera a escapársele de las manos,
se decidió por “tomar prestada” una bicicleta que había apoyada junto a la boca
de metro.
El descapotable rojo atravesó las calles de la ciudad
sorteando el tráfico reinante, sin percatarse de que su perseguidor, el
protagonista de sus pesadillas más oscuras, se encontraba tras ella, a escasos
metros de distancia. No pasaba una noche en la que Iris no soñara con aquella
catastrófica semana en el sur de Francia. Tenía suerte de haber salido con vida
de allí, si bien no había sido gracias a la desastrosa actuación de las Fuerzas
de Seguridad del Estado.
“Tú harás lo que yo te diga”, aquella orden seguía
resonando en su mente, haciendo que su corazón se detuviera, paralizado por el
terror. “¿O es que acaso se te olvida quién tiene la pistola?” No, no se le
había olvidado. No lo había vuelto a ver en más de tres meses. Había irrumpido
en su vida como un vendaval, caótico, violento, demoledor… y había salido de
ella de la misma forma, sin dejar tras de sí más huella que la de sus recuerdos
compartidos. Pero a pesar de todo ello, si cerraba los ojos con fuerza, todavía
podía vislumbrar sin dificultad su rostro de duras facciones, sus cejas
pobladas y su barba descuidada. Podía sentir el áspero tacto de su piel,
surcada de cardenales y cicatrices – “heridas de guerra”, las llamaba él –, una
piel tan blanca como el papel que casi podría tildarse de exánime. Se aferró
con fuerza al volante, recordando lo que era sentir sobre su nuca los labios
agrietados de aquel psicópata que encendía en ella sentimientos tan
contradictorios. El semáforo se puso en verde. Su casa estaba a unas pocas
manzanas de allí. Sonrió para sus adentros al pensar que en unos pocos minutos
estaría dándose un buen baño de espuma, para después echarse a dormir con su
gato un par de horas de siesta reparadora.
No le costó mucho trabajo aparcar esa tarde, cosa que
agradeció enormemente, pues el agotamiento había hecho tal mella en su cuerpo
que no habría sido capaz de defenderse de un atacante en caso de que la
hubiesen intentado atracar en ese preciso instante. El estómago le dio un
vuelco al recordar la visita que había recibido aquella misma mañana en la
pastelería. Asier estaba en la ciudad. La pesadilla se había hecho carne. El
atacante podría salir de entre las sombras en cualquier momento. ¿Cómo podía
haber sido tan confiada? ¿Cómo podía haber sido tan estúpida como para ignorar
su amenaza? Quizá debería haber obedecido su orden y acudir al hotel a las
cinco, pero había tenido sus razones para rehusar su “invitación”. No estaba
dispuesta a humillarse ante él una vez más.
Eran poco más de las once y media cuando el día se había
convertido en un completo infierno. Hacía poco más de veinte minutos que su
turno había empezado cuando sintió una profunda mirada clavarse sobre su
espalda, taladrando su carne. Un escalofrío recorrió su espina dorsal al sentir
cómo sus peores temores se hacían realidad. Supo quién era antes incluso de
darse la vuelta.
“Necesitaba verte”. Sus ojos color avellana brillaban con
una violencia inusitada. Esa violencia que ella conocía también. Se preguntó si
acaso ese hombre conocía algún estado de ánimo alternativo a la violencia en su
estado más puro. “¿Hay algún sitio donde podamos hablar, Iris?”
Se estaba conteniendo porque estaban en un lugar público,
de lo contrario ya habría saltado a su cuello como un depredador hambriento.
Era consciente de que estaba poniendo en riesgo su vida y su libertad saliendo
de su escondite y exponiéndose a la luz pública, sólo para hablar con ella,
pero Iris se vio incapaz de decirle palabra alguna durante un par de segundos.
Asier comenzó a impacientarse. Ella mejor que nadie sabía que era un hombre de
sangre caliente.
“Iris, no puedo quedarme mucho rato”, le había recordado
con tono apremiante. “Estoy trabajando”, fue su escueta respuesta. Después de
tres meses sin tener noticias suyas, sin saber si volvería a verle, su retorno
había supuesto un shock para ella. La había dejado congelada, sin saber cómo
reaccionar ante su presencia.
Apretó los dientes con tal intensidad que por un momento
temió que se le fueran a partir. Sacó una tarjeta del bolsillo de sus vaqueros azules y se la tendió, sus manos
rígidas, frías como una barra de acero. Clavó sus ojos en ella. La amenaza
implícita que había escrita en ellos no le pasó desapercibida.
“Me alojo en este hotel”, explicó, sin relajar un ápice
los músculos de su cuerpo. Iris echó un rápido vistazo al nombre que aparecía
impreso en la tarjeta que le había ofrecido. Había oído hablar del lugar en
cuestión y sabía dónde se encontraba situado. “Ven a verme esta tarde a partir
de las cinco”. De nuevo esa amenaza, esa demanda ponzoñosa, tan soberbia y
desdeñosa, tan segura de sí misma que no permitía réplica alguna. Ese tonillo
prepotente y autoritario fue lo que la hizo rebelarse contra el hombre que
había puesto su vida patas arriba en poco más de unas semanas; que había
reducido a cenizas sus sueños, sus metas; aquél que había destruido sin apenas
esforzarse su maltrecha dignidad.
“No voy a ir a ningún sitio”, replicó, la voz dotada ahora
de una fuerza renovada, resurgida de entre las cenizas de su alma pisoteada y
maltratada. Una fuerza con la que nunca se había atrevido a dirigirse a él. Su
mirada dorada ardió con una furia desbocada. Deseaba gritarle, deseaba
morderla, pero, de nuevo, estaban en un lugar público. Iris se sintió aliviada
por ello. “Quiero que salgas de mi vida. Quiero que olvides que alguna vez nos
conocimos”.
Sacó las llaves del bolsillo trasero de su vieja mochila
de cuero marrón y abrió con ellas el portal. Llevaba todo el día tratando por
todos los medios de olvidar la aparición en escena de Asier, mas era absurdo tratar
de disfrazar el miedo. Si había sido capaz de secuestrarla una vez, si había
podido burlar a la policía de dos países hasta las últimas consecuencias, si no
le había temblado la mano al abandonar el cadáver de su compañero en un vulgar
secarral, lo más sensato era temer por su vida. Pulsó el botón del ascensor con
la mano temblándole violentamente. Debía esperar su visita, pues sin duda se
presentaría en su casa en el momento menos pensado. Y quién le decía a ella que
esta vez no apretaría el gatillo.
Se montó en el ascensor, siendo por primera vez consciente
de la temperatura sofocante que envolvía el ambiente. Asier se había puesto esa
mañana una ajustada camiseta de tirantes que se adhería a su cuerpo como un
guante. Él tendría que estar sufriendo especialmente los efectos de ese
insoportable calor estival. El ascensor se detuvo en el segundo piso. Había
llegado por fin a su parada. Asió las llaves con fuerza, en un vano intento por
detener el violento tembleque que sacudía sus manos. Introdujo la llave
correspondiente en la cerradura y empujó suavemente la puerta para ser recibida
por su felino.
— Hola, hermoso — lo saludó cogiéndolo en brazos de forma
protectora —. ¿Me has echado de menos?
El animalito se limitó a soltar un quejumbroso maullido,
al tiempo que se revolvía entre los brazos de su dueña para que lo liberara de
una vez. Iris finalmente se resignó. Tal vez su padre tuviera razón. Tal vez
había que dejar al gato a su aire y no tratar de imponerle sus empalagosas
carantoñas que, por otra parte, no eran más que un signo de sus propias
carencias afectivas. ¿Y dónde estaba ahora Asier? El silencio y tranquilidad
reinantes de su apartamento estaban empezando a ponerla paranoica. Su cuerpo se
había desconectado de su mente, no era ya consciente de la realidad exterior.
Sólo sentía el miedo palpitante bajo sus venas. La incertidumbre martilleaba
contra sus sienes, llevándola a hacer absurdas especulaciones sobre cuál podría
ser el siguiente movimiento del que había sido su amante forzado durante algo
más de una semana, tantos meses atrás.
Sus pasos inciertos la llevaron al dormitorio, donde
empezó a despojarse de sus prendas de vestir empapadas de sudor. La parte de sí
misma que aún era vagamente consciente de la realidad exterior consideraba que
un buen baño la ayudaría a ver las cosas desde un punto de vista más positivo.
No se cuestionó ni por un segundo lo estúpida que resultaba aquella infantil
concepción según la cual algo tan fútil como darse un baño iba a ser la
solución a sus problemas. Se arrastró sin más al pequeño cuarto de baño que se
encontraba tras la puerta de al lado. Abrió el grifo del agua fría antes de
ponerse a rebuscar en los armarios las sales y geles de baño. Cualquier cosa
que pudiera detener el flujo de sus pensamientos era bienvenida.
Mientras su dueña se mantenía ocupada realizando aquellos
extraños rituales que los humanos practicaban regularmente con el agua y otros
productos extraños de olor nauseabundo, Misha se percató de que unos
desconocidos pasos sigilosos se aproximaban hacía la puerta de entrada. Todos
sus instintos se pusieron en alerta y comenzó a maullar como un poseso, mas su
dueña – aunque él se resistía a reconocerla como tal – no parecía oírlo. Tras
un par de forcejeos en la puerta, el extraño consiguió que ésta cediera. El
felino se puso en guardia de forma inmediata. Aquel hombre vestido de negro de
pies a cabeza le daba muy mala espina. Era demasiado alto y corpulento como
para ganarle en un combate cuerpo a cuerpo, decidió, pero podía intentar
bufarle un par de veces para ver si así lo intimidaba. No funcionó. El extraño
se mofó en su cara y avanzó a grandes zancadas por el pasillo principal hasta
llegar al salón. Allí se detuvo en seco, escrutando atentamente todos y cada
uno de los sonidos de la casa. El agua corría en el baño. Esbozó una malévola
sonrisa al tiempo que sacaba del bolsillo trasero de sus vaqueros negros un
extraño instrumento del mismo color. Era su última oportunidad. Si ese hombre
hacía algún daño a su dueña sin él haber hecho nada para evitarlo, llevaría ese
peso sobre su conciencia el resto de su vida. Se lanzó a su espalda, clavando
en ella sus uñas afiladas, al tiempo que rasgaba con sus colmillos de tigre la
tierna piel de la nuca. El extraño soltó un alarido de dolor que Misha esperó
que su dueña escuchara. Mas nada sucedió. El hombre de negro se zafó de él con
un brusco manotazo antes de continuar, directo a su objetivo. Desesperado, el
gato maulló con todas sus fuerzas, hasta casi desgañitarse. Su dueña parecía
haberse quedado completamente sorda. El extraño abrió la puerta del baño con
una patada certera, al tiempo que apuntaba con su arma hacia un objetivo
indeterminado. Misha no se atrevió a moverse del sitio, pero era lo
suficientemente inteligente como para comprender que su dueña corría un peligro
mortal.
— Iris — la llamó desde el umbral de la puerta, sin un
halo de emoción en la voz. Se había vuelto frío como el hielo, si bien aquella
gélida apariencia no era más que pura fachada. En su interior, la sangre se
había convertido en un violento fuego rojizo que iba a reducirlo todo a cenizas
—. Sal de la bañera. Tú y yo tenemos una conversación pendiente.
Se quedó paralizada, la espalda apoyada contra el duro
respaldo de la bañera, el agua tornándose en una laguna helada a su alrededor;
el miedo atenazando de nuevo cada célula y tejido de su cuerpo. Sabía que no le
temblaría la mano a la hora de dispararle, y se obligó a ponerse en movimiento,
tragándose su orgullo y dignidad una vez más. Se puso en pie con lentitud, sintiendo los
músculos agarrotados, como si también ellos se resistieran a salir al encuentro
de su atacante. En un repentino golpe de timidez, trató de cubrir su desnudez
con ambas manos, lo que provocó una sonora carcajada por parte de Asier.
— Un poco tarde para eso, ¿no te parece, querida? — la
lujuria explícita que vislumbró en su mirada la traspasó como un rayo, enviando
descargas eléctricas por todas sus terminaciones nerviosas. Sacó un pie de la
bañera y lo puso sobre la alfombrilla, para después hacer lo propio con el
otro. Quedaron el uno frente a la otra una vez más. Tenían tantas cosas que
decirse y reprocharse que ninguno sabía muy bien por dónde empezar. Iris se
decidió finalmente por romper el hielo, si bien su comentario no resultó quizás
demasiado brillante.
— Te has cambiado de ropa.
Asier se quedó mirándola perplejo durante un par de
segundos, asimilando aquellas palabras vacías sin saber muy bien cómo
interpretarlas. Quizá escondían un significado oculto, o tal vez Iris sólo
estuviera tratando de aliviar la tensión del momento. Su mirada descendió hacia
sus negros ropajes para después asentir levemente con la cabeza.
— Ya sabes que el negro es mi color.
Esbozó una escueta sonrisa con la que trataba de relajar
un poco el ambiente, si bien su mano seguía aferrando el arma con férrea
determinación. No pensaba utilizarla contra ella, al menos de momento. Su
intención había sido simplemente asustarla un poco para demostrarle que era él
quien mandaba, el que llevaba los pantalones en esa relación. Si es que a eso
que tenían se le podía definir como “relación”. Iris no le
devolvió la sonrisa. Estaba tiritando por el brusco cambio de temperatura que
la había golpeado al salir del agua. Los dientes le castañeteaban y se abrazaba
el estómago, en un vano intento por darse a sí misma algo de calor. Asier
recorrió el pequeño cuartito en busca de algo con lo que cubrir su cuerpo
desnudo. Encontró a su derecha un colgador con un par de toallas, y le tendió a
Iris la que parecía más amplia. No se atrevió a envolverla él mismo con ella,
pues todavía temía su rechazo. La muchacha la agarró bruscamente antes de
arroparse con ella, para después inclinar la cabeza en su dirección, en un vago
gesto de agradecimiento.
— Asier, creí que esta mañana había sido lo
suficientemente clara cuando te dije que quería que salieras de mi vida — su
voz, firme y cortante, no parecía dejar margen a la esperanza.
— No sé si te das cuenta de que no estás en posición de
decirme lo que tengo que hacer — replicó, la ira encendiendo sus mejillas, al
tiempo que dirigía una mirada elocuente al arma que portaba en la mano — ¿O es
que acaso se te olvida quién tiene la pistola?
Nuevamente le lanzaba aquel dardo envenenado en forma de
pregunta retórica. Una pregunta que la transportó en el tiempo, desconectando
de nuevo su mente del envoltorio material que la recubría, hasta el preciso
instante en que su vida había dejado de tener sentido para siempre. El momento
en que el hombre que tenía ahora ante ella la había obligado a coser una herida
de bala a punta de pistola.
Habían entrado por la fuerza en casa de Anna. Ni siquiera
las habían dejado terminar de comer. Ambos tenían pinta de haber participado en
un tiroteo, pues presentaban varios orificios de entrada por arma de fuego, y
parecían haber perdido una cantidad considerable de sangre. Sin embargo, el que
tenía la herida en el pecho e iba a remolque de su amigo más corpulento,
necesitaba urgentemente cuidados médicos.
“¡¿Quiénes son ustedes?! ¡¿Cómo han entrado en mi casa?!,
les había exigido Anna, completamente fuera de sí. La sangre manaba a
borbotones de la herida abierta, como el agua viva de un río. La vida se le
escapaba con cada soplo de aire que inhalaba y, en vez de llevarlo rápidamente
a un hospital, habían decidido presentarse en casa de su amiga, convirtiéndolas
a ellas en cómplices del delito que acabaran de cometer.
Iris trató de mantener la calma en todo momento, a
diferencia de su amiga, que era un auténtico manojo de nervios. Por primera vez
en su vida se alegró de haber heredado la sangre fría de la familia de su
padre. Y fue en ese preciso instante cuando sus ojos se encontraron por vez
primera. Contra todo pronóstico, se dejó sumergir en las truculentas aguas de
sus ojos tostados, imaginando cuál sería su nombre o procedencia, por qué
estaba sangrando como un cerdo, quién les habría disparado, de qué forma habrían
acabado allí, echados en el sofá de su amiga, tratando en vano de curarse unas
heridas que, sin duda alguna, acabarían infectándose – si es que no les sucedía
algo mucho peor –, a menos que se pusieran de forma inmediata en manos de un
médico.
Quizá fue su frialdad la razón por la que la eligió para
que se encargara de su compañero. “Yo no soy cirujana”, le había contestado
ella, puede que con un deje de altanería en la voz que, dada la posición de
desventaja en la que se encontraba, resultaba fuera de lugar. Pero ¿quién
entiende la naturaleza humana? No existe un patrón uniforme que rija la
conducta que adoptaremos en una situación límite. Cuando nos apuntan a la
cabeza con una pistola, la razón y la lógica salen por la ventana, y no nos
quedan más que nuestros instintos más básicos para enfrentarnos a nuestro
oponente.
— Eres tú el que no estás en posición de darme órdenes —
replicó, la furia bombeando con cada latido de su corazón, brotando de cada uno
de los poros de su piel — ¿O es que acaso se te olvida que estás en busca y
captura? Márchate ahora mismo de mi casa o te juro que llamo a la policía.
Una carcajada histérica brotó del fondo de su garganta.
Resultaba curioso que, aun hallándose indefensa ante un psicópata armado y
desquiciado, todavía tuviera suficiente fuego en las venas como para tratar de
intimidarlo y salir vencedora en la batalla. Quizá era eso lo que le resultaba
tan fascinante e irritante a un tiempo en esa mujer. No tenía miedo. O para ser
más exactos, lo tenía, pero no dejaba que la dominara. No importaba que las
pocas veces en las que se había enfrentado a él hubiera salido perdiendo. Ella
seguía intentando por todos los medios librarse de él, si bien ambos eran
conscientes de que lo suyo no acabaría hasta que el fuego que los consumía los
redujera a cenizas a ambos.
— Para llamar a la policía primero tendrías que tener acceso
a un teléfono, y, a su vez, para ello tendrías que ser capaz de salir con vida
de esta habitación. Y mucho me temo que ninguna de las dos cosas va a suceder
mientras yo tenga esta pistola en mi poder.
Iris se quedó mirando el arma con una fijación que rallaba
lo enfermizo. Había una posibilidad entre mil de que la idea que tenía en mente
saliera bien, pero ¿acaso tenía otra opción? No hacía falta ser muy listo para
saber por qué había vuelto Asier. Quería llevársela consigo a dónde quiera que
fuera su próximo destino. Otra vez. Otra vez privada de su libertad, otra vez
sometiendo su voluntad a la de ese terrorista psicótico que la mataría a la
primera oportunidad. ¿Era ésa la clase de vida que la aguardaba? ¿De verdad el
destino podía ser tan cruel?
“Ahora o nunca”, se dijo, tratando de darse ánimos a sí
misma para llevar a cabo tan peligrosa misión. Se abalanzó sobre él, imitando
en la medida de sus posibilidades el salto que Misha realizaba a veces cuando trepaba
por a la estantería del salón, con un movimiento elegante y certero. Cayeron
los dos al suelo, el uno sobre el otro, Iris aferrándose a la pistola y
tratando por todos los medios de arrebatársela a Asier, mientras que éste
intentaba zafarse de ella con un intenso forcejeo.
No lo había visto venir. Actuar tan impulsivamente no era
propio de ella. Sin duda había copado los límites de su paciencia, pero eso no
cambiaba el hecho de que se pertenecían el uno al otro, y ella tendría que
acabar aceptándolo. Consiguió arrebatarle el arma de las manos y ponerse en
pie. ¡Maldición! Estaba seguro de que iba a dispararle, había conocido a muchos
asesinos y podía leer en sus ojos la sed de sangre. Tragó saliva. Si así lo
habían decretado los dioses, que así fuera. Su relación había empezado con
sangre, y con sangre debía terminar.
— ¡Márchate ahora mismo de mi casa y no vuelvas más, o te
juro que te vuelo la tapa de los sesos, jodido psicópata de mierda!
Había perdido los papeles, lo que significaba que su puntería
no sería tan certera. Quizá aún tuviese una oportunidad. Con un poco de suerte
sólo le daría en una pierna, una herida superficial que, sin embargo, teñiría
de rojo sangre las blancas baldosas. Una herida que le impediría caminar en al
menos un par de semanas. Tendría que acogerlo en su casa. Tendría que cuidarlo.
— ¡Dispara! — la alentó, afectando su voz con ira fingida —
¡Dispárame!
Asier consiguió ponerse en pie. La pistola apuntaba hacia
su pecho desprotegido. Afuera se oyeron los maullidos quejumbrosos de Misha,
que, si bien intuía que algo no andaba bien, no se atrevía a hacerse el héroe
por segunda vez.
— Te he dicho que te vayas de mi casa.
Sus ojos estaban anegados en lágrimas; el pulso le fallaba;
de sus labios brotaban vocablos inconexos y quebradizos. No iba a disparar.
Clavó en ella sus doradas pupilas. Tenía que recuperar la pistola. Afuera los
maullidos se hicieron más intensos. ¿Por qué no se callaba el maldito animal?
Avanzó unos pasos hacia ella, el corazón bombeando contra su pecho a un ritmo
demoledor. Extendió las manos al frente, en forma de escudo, mas la víctima se
vio amenazada. Un cañonazo ensordecedor atravesó sus oídos felinos, haciendo que
el pelaje se le erizara, y la cola aumentara tres veces de tamaño. ¿Por qué
había sido tan cobarde? Quizá su dueña ahora estuviese muerta.
No fue consciente de que Iris había apretado el gatillo
hasta que la bala atravesó su piel, para finalmente alojarse en su hombro
derecho. Un insoportable escozor carcomía la carne que rodeaba la herida
abierta; un dolor punzante se abría paso por su brazo, dejándolo paralizado e
indefenso ante ella.
— ¡Dios santo! — exclamó, al ser consciente por vez
primera de lo que acababa de hacer. El arma resbaló de sus manos, para poder
cubrir con ellas su atónito rostro. La sangre manaba de la herida, tiñendo su
blanca piel de un vivo color escarlata. “La nieve cubre con su manto de
inocencia los crímenes del mundo”, había dicho él en cierta ocasión, cuando
ella le preguntó acerca de sus asesinatos. La nieve, blanca como su piel. La
sangre, roja como la muerte más oscura.
Se había sentado en el borde de la bañera. Quería preguntarle
qué podía hacer para ayudarlo, pero no se atrevía. Se apretaba con la mano la
herida, cerrando los ojos y apretando los dientes para contener el dolor. Anhelaba
con todas sus fuerzas sentir pena por él, mas el único sentimiento que ese
hombre despertaba en ella era el más absoluto desprecio. Se armó de valor. El
destino le había dado la oportunidad de acabar con aquella historia de una vez
por todas, se dijo. Tenía la pistola a escasos centímetros de sus pies. La miró
indecisa por unos instantes, después alzó la vista en su dirección. Él había
pensado lo mismo.
— Ninguno de los dos va a salir con vida de aquí —
sentenció, las palabras surgiendo de entre sus dientes, ácidas, corrosivas. Se
abalanzaron ambos sobre el arma a un tiempo, como dos bailarines haciendo
alarde de una coordinación perfecta en una coreografía improvisada. El arma se
disparó dos veces, dándole de lleno en el pecho. Sintió la sangre caliente
recorrer su cuerpo desnudo en sentido descendente. Le abrasaba la piel. Sus
ojos se clavaron en los de él un segundo antes de arrebatarle definitivamente
la pistola de las manos. Apuntó a su cabeza. Sus miradas se encontraron por
última vez. Un disparo y quedó esparcida en la blanca superficie del baño gran
parte de su masa encefálica. La sangre había teñido de rojo la cortina azul, la
bañera blanca, la camiseta negra. La sangre había llenado de salpicaduras carmesíes
el armario y el inodoro. Allá donde la vista se detenía se encontraba con
sangre.
Porque con sangre había empezado su relación y con sangre
había acabado. La muerte dejaba tras de sí un mar teñido de rojo. La muerte
dejaba tras de sí un mar de sangre.